Shortbus, de John Cameron Mitchell


Me la pasaré ensayando formas de referirme a este film. La número uno: un film sobre la diversidad sexual y el inconmensurable mundo queer. Shortbus se les llama en EE UU a los colectivos pequeños y amarillos que llevan niños problemáticos o con alguna “capacidad diferente” –la forma políticamente correcta de decir “discapacitados”-. De arranque tenemos una ironía, que asume la forma de una re-semantización, la atribución de otro significado a la misma palabra. En este film, Shortbus es el nombre que recibe el local donde conviven las sexualidades y se experimenta sexualmente. Este local funciona como una parábola multicultural: todas las identidades sexuales pueden convivir en una pieza –sin distinción de sexo, raza o posición económica-, pero cada una de ellas tiene su búnker particular. La unidad queer, entonces, está dada por lo dionisíaco, lo festivo; pero cuando se trata de conversar, cada cual atiende su juego.

Así las cosas, el film focaliza en dos pares de historias de vida que no revelan las líneas de fisura del mundo queer, las zonas de conflicto. Está bien que tampoco tiene la obligación de hacerlo, que no es muy halagüeño tratar con las inquinas entre gays y transexuales, por ejemplo. Sólo que hay demasiado conflicto existencial individual o de parejas y el aspecto comunitario queda relegado en la narración, cuando lo que está en juego es la capacidad de generar comunidad. ¿Qué puede explotar al filo de la purpurina y opacar los brillos del estrás? Como el conflicto es a escala de parejas, y la pregunta es monogamia sí o no, lo resuelve un triángulo sexual y listo el pollo, el film puede terminar felizmente, como su congéneres norteamericanos.

Versión dos: Un film sobre los hábitos comunitarios de la sexualidad border. De manera desprejuiciada aunque visualmente cuidada, los personajes tienen sexo de veras, acá no hay simulacro. Casi todos son musculositos y blancos, aunque no faltan un par de gordas y de negros para demostrar cuán tolerantes son. Invirtiendo la asociación que relaciona oscuridad con tristeza y aire libre con felicidad (propias de publicidad para constipados), en Shortbus son felices al oscuro, en el interior de un local donde la sexualidad puede desbocarse. Es que tanto va el cántaro a la fuente que al final la clandestinidad le resulta adorable.

Versión 3: Un film con ribetes políticos, o, lo que es lo mismo en tiempos de Memoria, con dosis considerables de nostalgia. Vuelve la compulsión de enjuiciar al presente por lo que le falta para ser un pasado glorioso: “Es como en los sesenta, pero con menos esperanza”, dice uno de los personajes observando el acontecer orgiástico. “Yo antes quería cambiar el mundo, pero ahora sólo quiero irme de acá con dignidad”, profiere otro. Sobrevuela el mito de un pasado revolucionario (épico) que le cae tan bien a la angustia inmediatista del presente, donde todo compromiso se ha perdido y no encontramos discurso capaz de articular todas las identidades que inventamos para no hablar de clases sociales u otras ideas demodé.

Versión 4: Un film sobre la angustia existencial del hombre post-freudiano. Hay una sexóloga incapaz de un orgasmo y un homosexual suicida, a disgusto con lo que llegó a ser, acarreando su pasado taxi boy y con una pareja que lo ama pero no le alcanza. Hay un voyeur, hay prostitución por elección y porque no queda otra; y hay en todo un determinante sexual de la infelicidad, tópico con la fuerza suficiente como para siempre explicarlo todo. El tratamiento narrativo bordea la “modalidad trágica” de resolver las relaciones no-heterosexuales –es decir, que siempre alguno muere en ese amor imposible- sin embargo recula a tiempo para salir a los gritos y de fiesta. Un aplauso acá.

Versión 5: Un film sobre relaciones triangulares. La lectura a mano propone que el triángulo satisface el deseo del otro y asegura un vínculo de base a partir de variar el tercer componente. Casi podría decirse que “se hace por amor”. Shortbus es un film sobre la necesidad recreativa del deseo, que quiere siempre renovar su objeto o añadirle algún accesorio. Y que siempre, siempre, es una “enorme cicatriz luminosa”, para decirlo con palabras de Villaurrutia.

Para cualquier versión que se elija, las actuaciones son buenas y logra momentos francamente emotivos. Tan destacables los actores como la animación digital de la ciudad de Nueva York. Le damos 7 bolitas de paraíso.

Encarnación, de Anahí Berneri

Siempre que dirige una mujer se dice que construye una mirada femenina, como si con eso fuera suficiente para decir algo. El problema es cuando el guión lo escriben dos varones junto con la directora: ¿Eso le resta femineidad? Lo mismo que tiene de ridículo la pregunta lo tiene sostener que este film de Berneri tiene una mirada femenina sobre el mundo de una mujer. Personalmente, yo no creo que la sensibilidad o la capacidad de mirar tengan un sexo o una sexualidad. Antes que en eso, la diferencia autoral se funda en la selección de aspectos que contar de un personaje mediático y popular, y en la selección de la cámara, que repara en detalles reveladores para la historia que cuenta.

Nos cuentan la historia de una diva popular venida a menos, que no necesita alardear en público para ser recordada, pero que en su soledad precisa reafirmar quién fue, porque para el ambiente artístico es una actriz que ya no cuenta. Esa dualidad entre el personaje público y el privado, es explotada por los guionistas haciéndola volver a su lugar de origen, para el cumpleaños de quince de la sobrina. En el interior de Buenos Aires la fama tiene otra temporalidad, por eso puede ganarse bonificaciones por haber sido una actriz de cine clase “B”, que en capital pocos recuerdan. Así, al hacerla viajar, la despegan de ese mundo en decadencia de actriz sin trabajo, para ahondar en otra faceta de su vida personal. En esta dimensión vulgar -o más humana- la vida privada derriba los mitos del personaje público: se muestra la inestabilidad e intriga que abunda en su relación con los hombres (o como es que la diva elige de amante al gordo peludo antes que al pendejo hermoso y exitoso); se muestra la relación de competencia que establece con otras mujeres (hermana y sobrina) y se muestran los contratiempos de un pasado tan iluminado.
La luz blanca liga su pasado y su presente, como un resabio molesto. Si antes la luz era útil para hacerse ver mejor en el cine y en el teatro, ahora le produce un malestar visual, resultado de tanta exposición. Berneri refuerza este punto de varias formas a partir de la inspección ocular, poniendo a la actriz en instancias que la instigan a hacer el duelo por la fama perdida: la luz de la linterna, los rayos de la tormenta, el vestido blanco de su sobrina. La inseguridad que produce este duelo por hacerse, la desvalorización que sufre como mujer pública, se contrarresta con la competencia por el mismo hombre que mantiene solapadamente con su sobrina. Ganarse al joven que flechó el corazón de su sobrina le permite sentirse en carrera, sentirse deseada en privado mientras se lo niega su público. Por algunas sugerencias del film, se puede pensar que esta situación de competencia por el joven con su sobrina, es la repetición de un episodio previo con su hermana, compitiendo por quien ahora es su cuñado.
No obstante, con su hermana la competencia principal es de otra naturaleza. Entre ellas hay una herencia que arreglar, un problema económico que afronta tarde o temprano quien padece una familia. La herencia vuelve a plantear la relación pasado-presente como resabio y molestia. Entre las hermanas hay una brecha irreductible, como lo hay entre la ama de casa y la vedette. Que tía y sobrina usen el mismo talle de ropa y compartan los gustos de vestuario son indicadores de una competencia instalada. Puestas las hermanas frente a frente se libra una batalla muy cuidada, sin ningún golpe bajo pero encarnizada. Sus opciones de vida y sus oportunidades las enfrentan, aunque la desilusión pareciera unirlas.
Berneri vuelve al ruedo con el relato biográfico, luego de su exitosa ópera prima Un año sin amor, donde mostró las peripecias de un enfermo de sida explorando diferentes bordes de su erotismo. Ahora vuelve con la biografía pero esta vez planteando la tensión entre mostrar y representar, porque hay un juego de ida y vuelta entre lo que el público sabe de Silvia Pérez –la partenaire de Olmedo- y lo que se ficcionaliza. La importancia que se le atribuye al personaje alrededor del cual gira todo lo sucedido, está contrapesada con una actuación excelente por parte de Pérez, que en cada mirada consuma la tensión entre la imagen de mujer fatal y su fragilidad. La actriz vuelve a mostrar sus partes pudendas, esta vez al servicio de una historia muy bien contada.
Le damos a Encarnación 9 bolitas de paraíso.


La vie en rose, de Olivier Dahan


El problema es igual al de Gus Van Sant cuando contó Los últimos días de Kurt Cobain (ver en esta misma página): ¿Cómo seleccionar los acontecimientos más significativos de una vida para hacer la biografía audiovisual de un artista? Es incluso un problema de la filosofía del arte las relaciones que pueden existir entre la vida de un artista y el mundo de sus obras. En concreto: ¿Edith Piaf cantaba con ese sentimiento, lograba esas inigualables interpretaciones, porque había sufrido tanto? El engorro principal del film me parece que está ahí, en que la extraordinaria vida de la niña Piaf –como dice el subtítulo-, en que ese caudal de tragedias ella los padeció en casi cincuenta años de vida, y al espectador le toca digerirlos en 140 minutos.

Sumado a este catálogo de malaventurada, tenemos el segundo engorro más acuciante: la temporalidad. El film oscila entre el nacimiento y la decrepitud de Edith, nos mantiene de salto en salto, entre la juventud y el ocaso. Sería acertado si no fuera confuso. Casi siempre hablar de alguien muerto es más fácil, porque sabiendo cómo terminó se pueden encontrar las líneas que sean capaz de explicar ese proceso. La muerte organiza el relato, para decirlo en crudo. Bueno acá pasa algo de eso: Edith muere sola, despreciada como vivió. Hay una infancia que prefigura el final, la fatalidad de la segundona (¿Vió que hay gente que nacemos para ser número dos en las listas?). Pero el film empieza casi en el final y desde ahí comienza a pendular para contar los “sufrires” del gorrión de París. No hay un criterio explícito que organice el vendaval temporal, tal vez porque el tema es la vida privada –las continuidades y discontinuidades de un cuerpo que se avejenta-, y no se indaga demasiado en la trama de relaciones que la llevaron del cabaret al music hall, y de ahí a los más distinguidos escenarios de EE UU.
Edith es abandonada por su madre (cantante a la gorra), y vive gracias a su padre la experiencia del desarraigo, voyando entre abuelas desnaturalizadas y luego en el circo, donde el padre trabaja como acróbata. Toda Francia parece igual de lúgubre, aunque nunca se habla de la segunda guerra por venir, y sólo un momento se lo ve al padre en una trinchera de no se sabe dónde contra no se sabe quién. Es una elección narrativa desvincular una vida individual de un contexto histórico, pero no se puede llevar muy lejos y menos en el caso de Piaf, cuyas relaciones con la Resistencia francesa son un punto insoslayable en cualquiera de sus biografías. ¿Qué público hace de Piaf un éxito? ¿Por qué triunfar es llegar a EE UU? No estoy diciendo que una biografía sobre Piaf tenga que ser una clase de historia (nunca diría eso) sino que faltan indicios de que su vida sucedió en un tiempo histórico particular, con sus condicionamientos.
Este déficit narrativo lo salva la tensión entre biografía (o historia) y memoria, que se plantea llegando al final del film, aunque no deja de remitir a su vida privada. Edith, durante su último aliento, recuerda cosas importantes de su vida, como por ejemplo el nacimiento de su hija o la muñeca que el padre le regaló cuando era niña. Esos flashbacks transparentan que la narración es siempre un acto selectivo, que el director y la guionista dejaron cosas afuera para contar la historia que ellos quisieron contar. De esta manera, se deja en poder del personaje la posibilidad de otra selección de acontecimientos significativos, es decir, aunque no deja de ser una manipulación, se da la posibilidad de que el personaje contradiga al narrador. Así, al final se humaniza un poco a la autoritaria, drogadicta y derrochona que según el film fue la niña Piaf.
En esta explicación de la sensibilidad de Edith -que se podría decir poco mítica si no fuera porque ella misma se preocupó por exagerar sus infortunios y fabricar el mito-, lo que queda claro es que con talento se puede zafar de una vida ruin. Otro ejemplo de la mujer que se hace a sí misma, que triunfa en medio de un sistema que aprieta pero no ahorca. Un talento conseguido, al parecer, a base de sufrimiento no elegido, es el don que fricciona con los intentos de educar a la cantante como intérprete, de pulir su teatralidad. En el conflicto “talento vs educación” del artista, lo que naturaleza no da salamanca no lo presta. En conclusión, querido artista, si no tiene razones para sufrir, invéntelas.
El film puede agradar, además, por la excelente actuación de Marion Cotillard, que es imperdible de principio a fin. La banda sonora con la voz de la mismísima Edith y un trabajo de caracterización por medio del maquillaje tan excelente como el trabajo actoral. Le damos 7 bolitas de paraíso como una gratitud desmedida. Total, la Piaf no se arrepiente de nada.



La pasión de Beethoven, de Agnieska Holland


Voy a empezar por el final, por subvertir. La película es bastante buena en la propuesta de cámara, en la ambientación histórica y la banda sonora, aunque las actuaciones son muy flojas, a los personajes les falta alma en cada pose. Más allá de eso, estoy convencido de que el potencial del film está en otro lugar. Es un film indicado para usted profesora, que busca “material audiovisual” como recurso didáctico para ilustrar a los energúmenos que tiene como alumnos. Con esta película no puede explicar las primeras décadas del siglo XIX, no sea ansiosa, para eso no es muy indicado el film. Antes bien, resulta más provechoso si se lo utiliza para mostrar cómo funciona el ambiente artístico en relación con el público espectador. Ahí está más bien la clave; en ese sentido pueden leerse la serie de oposiciones que dan forma a las relaciones humanas del film.
Tenemos la oposición entre el artista consagrado y la novata; que a la vez son un hombre y una mujer previos a la liberación sexual. Tenemos por un lado el artista apasionado, conectado son sus sentimientos, y por otro la estructura, la novata académica; una oposición similar a la del genio creativo y el artista-obrero. Tenemos también la desilusión amorosa y la expectativa; otra versión de la oposición viejo cascarrabias y jovencita grácil. En esta trama bien tejida –o, al menos, no tejida como en el nuevo culebrón de Solita Silveyra, donde las oposiciones también son muy muy nítidas-; en esta trama, además, se puede observar la importancia de las conexiones en el mundo artístico, es decir, la evaluación estratégica que es capaz de sostener un vínculo a pesar de las humillaciones, y el padrinazgo del poder, y los artistas que trabajan para el lord...como Triferto, bien santafesino.
Vamos por partes. El problema de la emergencia de lo nuevo en arte es de considerable importancia. Siempre lo que descoloca hace cimbrar los cimientos, y por consiguiente, inquieta a los consagrados, más cuando son o se creen genios de su arte. Por eso, si sos nuevo y no tenés un ala que te cobije, hay que hacer mucha bulla para lograr ser visto y abrirse camino. Si tenés a un Beethoven que te apuntale, que te acerque al poder con sus conciertos, el trabajo es más simple. Pero igual no es la compañía lo que hace al artista, que si no tiene un mundo interior considerable puede ser amigo hasta de Buda y no tener resultados. El film muestra una forma típica de ingreso individual al mundo del arte previa a la implementada por los grupos de artistas de vanguardia, que entraban en bandada y casi siempre renegaban de todo el pasado. La joven grácil es musicalmente mediocre, pero es la copista de Beethoven, y eso ya es chapa. Como hacer teatro con Raúl Kreig en Santa Fe, donde no hay ningún Beethoven.
La oposición entre la pasión y la academia es otro tópico recurrente entre los artistas. Lo mismo que la supuesta división entre los que tienen trayectoria en su disciplina y los estudiados. Esta valoración positiva de la dimensión sentimental (de la pasión, de la espontaneidad, del mundo interior), y su contrapartida, la subvaloración del intelecto, son parte de una tradición intelectual moderna que los divorció, échenle la culpa a Descartes o al que sea. Ese mismo divorcio sirve a los artistas para cuidar su quinta de seres sensibles abocados a cultivar sus emociones; y a los intelectuales para escrachar a los artistas por desestimar el oficio de leer e investigar seriamente. Como si la experiencia estética no implicara ambas cosas a la vez, cabeza y corazón sin problemas de cartel como los que tienen las vedettes; como si Fernando Pessoa no hubiera hablado de la “inteligencia del sentir” y reunido las dos cosas en la misma sensibilidad.
La espinosa cuestión del padrinazgo suscita controversias. En el caso del film, parece que la chica inexperta logra escuchar la fuga gracias a Beethoven, el genio que mientras la humilla le ayuda a liberar su creatividad acartonada. Entonces es diferente a la actual omnipresencia del subsidio, básicamente por dos cosas: el subsidio se disfraza de gestión pública pero responde a redes privadas de amistad –en este caso lo de Beethoven es más transparente, porque no hay una ficción de igualdad porque medie el Estado entre los dos personajes-; y porque el padrino, a diferencia del subsidio, ayuda a parir el hecho creativo desde el comienzo, lo promueve, no se aboca a explotar el resultado. Fíjese entonces, profesora, como un film puede ayudarla a que sus vástagos entiendan la magnitud de los cambios históricos. Para que sus alumnos con vocación de artistas vayan entendiendo a los antecesores de quienes serán sus contrincantes.
Por último, entre miles de otros temas que se pueden tratar, nos queda la relación artista-público. Hacia el final de sus días, Beethoven apuesta por desestabilizar la armonía a la cual se ha acostumbrado el oído de su público. Plantea una ruptura dentro de su propia obra. Estos gestos suelen acompañarse de una doble reacción, que me parece que va más allá de la distinción clásica entre comercial o de vanguardia. Beethoven no es alguien que está fuera del establishment artístico y desea entrar haciéndose el raro, sino que al interior del establishment mismo se propone ensanchar el horizonte de expectativas de su público. El film, que trata los últimos días de Beethoven, no da muchos indicios para entender esta necesidad de cambio del artista en relación con su trayectoria. Pareciera ser un ejemplo más de que es un viejo sordo y gagá. Acá es cuando me parece que la visión sociológica de entender la ruptura como forma de distinguirse del resto de los artistas (que es lo que está debajo de casi todos los planteos sobre arte comercial o de vanguardia) no es buena. Que hay que entender las búsquedas del artista en relación con su vida personal, que hay cuestiones que no tienen que ver con el poder o con la sociedad, sino con la humanidad de uno. Si esa búsqueda es fructífera, aunque tu público contemporáneo te rechace, lo sabrá la posteridad. Lo importante, como lo hace Beethoven, es saber a quién y cuándo postrarse y suplicar, y a quién no.
Le damos ocho bolitas de paraíso.

¿De quién es el portaligas?, de Fito Páez


Hay que dejar de salir al sol, Fito, y abocarse a hacer una película cada tanto. Y que ese cada tanto sea un tiempo prudencial, nada de una por año, menos que menos dos. Sino la misma mueca contrera de siempre se desgasta.
En esta oportunidad, Páez lleva al extremo el mito romántico, hasta hacer del film un bolero en hipérbole. Se trata de un paquete de delirios que los estudiantes de cine suelen ir recolectando para su primer cortometraje, algo así. El resultado es una bolsa de gatos entretenida, con el pulso pop de los últimos discos del músico argentino. Músico y cineasta, que en la película hace de los dos.

Frederic Jameson -teórico del posmodernismo-, salido de la sala de cine podría confirmar su sospecha de que el pastiche eclipsa a la parodia. Con eso querría decir que el “ánimo collage” del copie y pegue, está en las vereda de enfrente de la militancia del estilo personal que hacían los modernos. El arte pop llevó hasta el extremo esta actitud “despersonalizante”, resignificando íconos populares y transformándolos en arte. No hay necesidad de diferenciarse sino una política de la redundancia, una hacer arte de masas con lo masivo. La inclusión de Lía Crucet en este film, resolviendo el enigma del portaligas, apunta en esta dirección. Aunque, bien se sabe, Lía Crucet no es Marilyn Monroe (a ciencia cierta se parece más a una lata de sopa Campbell), y por esta razón habría que ver qué pasa con el público no-argentino, porque los íconos del pop eran más universales que los trabajados por Páez.
Es una historia de nenas de buena familia que consumen arte, mucha droga y una de ellas es hija de milico. Viven el reviente queriendo ser madres de familia, a la manera de una transgresora culposa, y terminan siendo monjas. El film inscribe a estos personajes en el reviente de los años ochenta, lo cual le da más letra a Jameson, que titularía así: La moda de la nostalgia. Entonces vemos el ambiente contracultural, los raros peinados nuevos, la ironía anti-comunista, la omnipotencia del maquillaje y los albores de la mafia. El pasado puede divertirnos, lo cual es saludable, pero no hay nada que haga que esa historia no se pueda contar en el 2007. Es un film irónico donde los chistes no tienen un tiempo propio, que no ponen en consideración la época, que pueden funcionar bien en la televisión actual. O bueno, sí, hay algo que justifica el contexto ochentoso: la añoranza de Páez de su ciudad puerto natal. Todo con un toque de “cine Z” que reafirma lo bizarro y apuesta por lo irreal, por la desmesura que tan bien le viene al cine argentino, que está comodísimo en el realismo.
Lo mejor que tiene el film es el ritmo con que engarza las pequeñas parodias de otros films, en un guión que apuesta siempre por lo imprevisible y por el error para resolver las situaciones conflictivas. La desnaturalización de la familia es un gesto irónico recurrente, y a decir verdad lo hizo mejor Vera Fogwill en Las mantenidas sin sueños. Pareciera que ser subversivo, atentar a la moral de manera simpática, es reírse de la institución “familia”. Lo que hace engorroso el trámite es que siempre para demostrar la transgresión hay que recordar la ley, sino pierde el efecto. La charla en el supermercado es un ejemplo claro de esto que estoy diciendo.
Hay homenajes a Doria, Almodóvar, a Tarantino, e incluso toques fellinescos. Algunos momentos que se parecen a las películas de los superagentes Delfín, Mojarrita y Tiburón; seguidos de otros pasajes donde suena tango apiazzollado de esos que usaba la productora Aries, o folcklore. Hay Charly García y Fito Páez. Casi todo es de una divertida promiscuidad en la que no falta también el anacronismo de una camioneta modelo 2000 en una calle rosarina de mediados de los ochenta. Es camp porque hace del mal gusto una manera de vida, lo presenta de manera exagerada. Es, como decían los artistas más implicados en el género camp, “una mentira que se anima a decir la verdad”, aunque cuando lo hace se pone en la pose más petrificada del espíritu crítico.
Paéz no se priva de que aparezcan todos los rosarinos célebres: desde Fontanarrosa a Grandinetti. Incluso integra a la crítica como actor, un guiño con el que quizás se está vengando de las repercusiones de Vidas privadas, su película anterior. El crítico Alan Pauls hace nada más y nada menos que de cura exorcista, una cábala con el grado de obviedad necesario como para resultar risueña . Las actuaciones de las tres mujercitas (Romina Ricci, Julieta Cardinali y Leonora Balcarce) son muy buenas. Para Cristina Banegas un pulgar abajo, su versión de taxista mersa que hace de enganche de la mafia no es demasiado convincente. Verónica Llinás hace lo que sabe y lo hace bien, Lito Cruz hace lo de siempre y no descompagina.
Las bolitas de paraíso serán generosas porque entretiene, con el agravante del desenfado y el atenuante del ritmo. Para que siga en el cine y deje de escribir canciones le damos 7 bolitas de paraíso.

Be with me, de Eric Khoo


Los orientales tienen la virtud de poder narrar historias con pocas palabras, o incluso con ninguna. Aprender a escribir acciones es una cuestión espinosa para los guionistas de cine y teatro, sobre todo para los guionistas occidentales, más “verbocéntricos” que los orientales. No resulta raro, entonces, que la dramaturgia europea se haya renovado mirando justamente los ritos de los vecinos orientales, sus coreografías sagradas. Ante la ausencia o escasez de palabras, cabe preguntarse: ¿qué promueve ese déficit? ¿Qué status tiene la palabra frente a la acción en relación con la interpretación? En este film de Whoo -un muestrario de las formas de buscar el amor- el director parece decirnos que su protagonista, que tiene menor acceso a la palabra –por ser sorda y ciega- tiene, por el contrario, más relación con el amor.

El film está inspirado en la autobiografía de Teresa Chan, cruzando su historia con personajes de ficción que hacen una suerte de contrapunto. Hay un muro ente mí y el resto de los vivos, imposible de derribar, piensa Teresa al evaluar su discapacidad visual y auditiva. Sin embargo, su amor por la humanidad, demostrado en el ejercicio docente, la deja más cercana a la plenitud que el resto de los personajes, preocupados por encontrar o retener a un ser humano individual a quien amar.
Entre los personajes de contrapunto, está el “gordito inútil”, oprimido y rechazado por su padre y hermano, que intenta escapar de su situación afectiva comiendo compulsivamente y fantaseando con el amor de una mujer. Su amor, cercano en este punto al de Teresa, es desinteresado y fiel, aún siendo no correspondido. Observar a la mujer que ama, ejerciendo su trabajo de guardia de seguridad, es su pasatiempo principal, así como concretar esa carta de declaración que no puede terminar es su principal obstáculo. Justamente, es la imposibilidad de escribir palabras para su amada lo que lo mantiene en vilo. Palabras propias que tal vez entiende que nunca alcanzan para expresar lo que desea, y por eso se sirve de un libro, de palabras prestadas con las cuales compone la carta que el destino quiere que nunca llegue.
Otro contrapunto para la historia de Teresa es una pareja de adolescentes lesbianas, que se conocen por internet y continúan su relación por mensajes de texto, es decir, escritura mediante. Durante el apogeo del idilio amoroso (que dicho sea de paso muestra el grado de americanización de Singapur), las palabras contribuyen; pero la progresiva falta de correspondencia amorosa y el engaño, hacen que los mensajes se transformen en un peso, que las palabras magnifiquen y terminen sobrando. Cuando una le escribe a la otra pidiéndole las razones de su abandono, la palabra reclama un saber que el otro no puede dar, un mensaje de texto que no se puede escribir. Y que cuando se escribe, otra vez el destino se opone a su llegada, como la carta del guardia de seguridad.
Teresa, por su parte, escribe su historia personal poblada de lecciones de vida, convencida de que el cuerpo puede fallarnos, de que el dolor puede ser vasto, pero que el amor desaparece sólo cuando no entendemos lo que significa. Su devoción por los demás –no por una sola persona, cuyo amor le fue negado hace tiempo- es retribuida, e incluso su biografía escrita suscita más amor, tanto en quien cocina para ella como en quien hace una película con su historia. El caso de Teresa, de esta manera, revierte la relación tortuosa que entre el amor y la escritura padecen los demás personajes. Ella, que se pierde gran parte de lo bello debido a la negligencia de sus ojos y oídos, por la misma razón también se ahorra enfrentarse con la fealdad. La tapia que por un lado la aísla del mundo, la predispone al mismo con una actitud positiva, ilustrando enseñanzas taoístas que se mezclan con cierto guevarismo menos épico: nada se puede resistir cuando hay voluntad.
La elocuencia de una historia sin palabras, donde por momentos la acción lo dice todo, promueve un espectador distinto, un interpretador a la intemperie. Como en buena parte del film no hay palabras que definan un sentido a las acciones, el espectador puede contarse las historias que quiere, mirar la película que elija. No es el único logro de un film que conquista también por el juego de planos que hilvana, por la fotografía y por su música. “Quédate conmigo” emociona exponiendo distintas búsquedas, distintos destinatarios y diferentes formas de demostrar el amor o la gratitud escritura mediante. Le damos 8 bolitas de paraíso.

Leones por corderos, de Robert Redford



Admito que llegué al cine por engaño, porque había visto la cartelera del film con tres rebozantes actores. Estaban Robert Redford, Meryl Streep y Tom Cruise, uno al ladito del otro, arriba de la inscripción que iba de título: Leones por corderos. No pasa demasiado tiempo para que el desengaño se consume, para que la ilusión que como espectador le puse al irme hasta el cine se desplome. El film es fallido desde la estructura, que no llega a ser la Babel de Iñarritu pero enlaza tres historias que suceden en el mismo país: EE UU, que como todo el mundo sabe, está en guerra con Irak. Desde la selección de personajes para adelante hay pocos aciertos, contando con que ya dije que falla la estructura. El triunvirato es básico para el tema, y cuando digo básico estoy diciendo fácil: el senador belicista; la periodista con serios problemas de convicciones y valores profesionales y el profesor universitario opositor. Los demás están para que las estrellas se luzcan.


En las tres historias enlazadas sobrevuela el pasado en diálogo con el presente, esneñándole acerca de los errores que no vale la pena volver a cometer. Lo mismo proponía Tito Libio en su Historia de Roma, escrita cuando el Imperio Romano dominaba el mundo mediterráneo, para demostrar que estaba condenado a la grandeza y cantar laudos al Emperador Augusto. Redford, por el contrario, no tiene sonrisas para la administración republicana, ni está dispuesto a reconocerle ningún logro. El pasado maestro aparece en dos aspectos muy claros: cuando se exponen dos formas distintas de ofensiva bélica, recordando una de ellas el error táctico de Vietnam; y cuando en la entrevista entre el sabio profesor opositor (Redford) y el alumno rebelado, la experiencia de vida como soldado en Vietnam del profesor lo faculta para tener enseñanzas de vida muy claras, casi como aforismos de Narosky. La relación pedagógica entre el alumno rebelado y el profesor sabio resuelve dentro del guión una cuestión harto difícil para el análisis social: el problema generacional a la hora de explicar los cambios sociales. El film deja claro que las nuevas generaciones piensan inducidas por las viejas, y con los términos prestados por estas. Dios gracias que entre tanta apatía juvenil está la Historia y están nuestros padres y abuelos...
La analogía con Tito Livio, entonces, no llega muy lejos. Una de las preocupaciones de Tito era la elocuencia y el cuidado de la retórica para exponer la Historia de Roma. Este dato pasó por alto el guionista del film, que en lugar de delicadeza puso todos los lugares comunes que encontró, mezclados con toda la obviedad que podía. Afortunadamente, Meryl Streep se los banca como una duquesa, con una invalorable hidalguía para decir cosas tan fuleras. Redford podría haber optado por sentarse frente a la cámara y explicar –con una dosis más justificada de didáctica- cada uno de las unidades de su visión opositora, y eso sería más efectivo que lo visto. La bondad de las minorías para sacrificarse por una nación que las desprecia; la indolencia de los norteamericanos de pura cepa; la rapacidad del móvil económico de una guerra absurda; la vileza de los políticos; los cambios geopolíticos y estratégicos olvidados adrede... Redford podría salir ileso de una situación así, mostrándonos su panza cincuentona forjada a fuerza de discusiones en bares, donde se adquiere la sapiencia que sus diálogos ridiculizan.
No es malo que Redford tenga voluntad de hacer cine político, por llamarlo así, o cine didáctico. Está buenísimo cuando el cine es un vehículo para tomar parte en los problemas que atañen a la comunidad donde vive uno. Lo malo es la calidad de manual escolar de su arte comprometido, la creación de situaciones poco creíbles a nivel dramático, donde los personajes explicitan demasiado sus proyectos en conflicto, más para que el espectador comprenda porque están diciendo lo que dicen –rozando a veces la subestimación- que porque ese nivel de explicitación sea necesario para entenderse entre los mismos personajes. Ya no es necesario decir que EE UU en los años 80 vendió armas a Irak y hoy instiga a los irakíes a usarlas en su contra, porque lo sabe cualquier televidente o radioescucha. Si ese dato no se integra en la fábula de los personajes que discuten, si es un dato que sólo atañe al saber general pero no suma a la discusión particular, mejor ponerlo en un documental sobre la administración de la guerra que demuestre como los norteamericanos se sienten por encima de la Historia. Un documental, aparte, siempre aparenta ser más comprometido políticamente.
Edward Said, cuando hace unos años analizaba lo que él llamaba “bosques de disidencia” a la guerra en Irak, nos hacía ver que la resistencia pasaba por formas y lugares tan disímiles como sutiles, y que podía ser tanto progresista como reaccionaria. Claro está que hubiera sido mucho más difícil escribir sobre la oposición a la guerra entremezclada con el discurso religioso (los cuáqueros, los sínodo-prebisterianos), por ejemplo. Porque está más a mano desarmar el discurso de la prensa que el del neoconservadurismo y su fundamentalismo cristiano. Redford, a pesar de tanta oposición, no puede zafar de lo más crudo del multiculturalismo y su filosofía de la tolerancia.
El problema mayor de todos es que ni la fotografía ni la banda de sonido (demasiado incidental) salvan al muerto. El ensamblado de imágenes, el montaje frenético del final, es para llorar, pero de la risa. Las tres historias debían terminar parpadeando, no quedaba otra, mostrar el final de nada más que una era tomar una decisión muy arriesgada. Y a la gente le gusta saber el final, y que ganen los buenos, o, al menos, los idealistas. ¡Le doy 3 bolitas de paraíso!